¡Cuánto cuesta despedirse de una ilusión! Duele despegarse de un sueño. Porque a pesar de que uno internamente siempre sabe cuando algo es o no es, la esperanza de cambio jamás se pierde. Se vive como una realidad paralela, como una utopía de que todo finalmente se encamine y florezca.
Lo curioso es que ya ni siquiera me produce nostalgia escribir sobre él. El tiempo y la distancia siembran sabiduría, y por lo general, aportan una nueva y renovada visión de las cosas. No siento añoranza, por el contrario, siento calma. Tengo la sensación de haberme quitado un peso de encima. Es increíble. En mis más oscuras y encriptadas horas, jamás imaginé que el sentimiento que acompañaría su ausencia sería el alivio. Supuse que su paso al recuerdo se daría con palabras como nuevo aprendizaje, aceptación de la realidad, dolor, o hasta incluso olvido. Lo que jamás me imaginé, es que el cierre definitivo de esta relación sería con una sensación de paz profunda y calma interior.
Cuesta… Y mucho. Por lo menos a mí me costó muchísimo darme cuenta de que ningún milagro ocurriría.
Él me sigue llamando. Hace más de 8 meses que yo no lo atiendo. En todo este tiempo pasé por 3 etapas principales que hoy, a la distancia, puedo analizar:
Mi primer adiós
Después de una discusión, un día de verano, tomé la decisión de terminar con mi relación. En esta etapa, de dolor y sentimientos en carne viva, fueron recurrentes las veces que mordí el anzuelo. Estaba ausente de mi vida. Dispersa. Asfixiada. Intentaba no dejarme convencer con sus argumentos de cabotaje, pero debo admitir que de 5 intentos, en 1 aceptaba volver a verlo. Por otro lado, intentaba también persuadir a los demás de que yo estaba mejorando, mostrándoles una fortaleza de la que, en realidad, carecía. La cantidad de veces que les dije y me dije “Ya fue” “Estoy mucho mejor” “Ya pasó, todo terminó; esta vez, de verdad” “No lo quiero ver nunca más” fueron incontables. Eran todos intentos fallidos, mentiras impotentes. El vínculo con él era urgente para mí, doloroso, vigente y adictivo. Era imposible retener el caudal de desconcierto que me abrumaba. Compartía mi tristeza con quien estuviera cerca de mío, con quien me escuchara. Estaba completamente desbordada.
Inducida por su accionar, fui yo la que dije basta. Esto me pesaba. Me generaba una gran culpa e impotencia. Él nunca me pidió que yo me fuera. Jamás entendí qué lugar ocupaba en su vida, pero sabía con seguridad, que no era el mismo que él ocupaba en la mía. Todo era vacío, angustia, tristeza profunda, depresión.
Sabía que debía ponerme bien pero no sabía cómo. No quería olvidarlo pero reconocía que debía hacerlo.
Mi segundo adiós
La segunda etapa fue la de la fuerza de voluntad y el dolor en silencio. Decir no y tener que sostenerlo día tras día es una experiencia demoledora. El momento profundo de desestabilización ya había mermado pero igualmente yo seguía ligada a él, es decir, el dolor seguía presente. Cada llamado no contestado o cada mensaje borrado eran puñaladas. Una dualidad hiriente. Sin embargo, había logrado separarlo de mi rutina mental y me sentía orgullosa de eso. Ya no estaba estancada en el pasado o en lo que no había ocurrido; tampoco vivía imaginando un futuro perfecto, idealizando sus actitudes y excusándolo de todo, como en la etapa anterior. No obstante, seguía atada a él. Su recuerdo era el protagonista de todos mis pensamientos. Deseaba que volviera a buscarme, que se produjera en él un cambio profundo y que todo se diera como para poder volver a empezar. Por otro lado, ya había aprendido a bancármela sola. El desborde emocional había pasado. Ya no tenía la necesidad de convencer a nadie de que yo estaba decidida estar mejor. Había empezado a olvidarlo aunque aun me dolía…
Quería ponerme bien. Era un hecho.
Mi tercer adiós
La tercera etapa es la de mi reinvención y paz interior. Es el momento por el que ahora transito. Miro hacia atrás y comprendo, desde el más primitivo instinto de supervivencia, que estar juntos era imposible. Hubiera hecho cualquier cosa por conservarlo a mi lado, y esa incondicionalidad de vínculo hoy me resulta ridícula. Todo era parte de un gran absurdo. Una obsesión. Él no era a quien yo necesitaba. Menos mal que todo terminó. Me siento aliviada. La incompatibilidad era innegable, y mi capacidad de ceder ilimitada. Hubiera fingido que era feliz, sólo por estar a su lado, pero el precio de conservarlo, nada tenía que ver con mi verdadera felicidad…
Estoy de vuelta. Entera. Pude perdonarme. Pude perdonarlo. Me alivia que todo haya terminado.
28 de septiembre de 2011 – Diario de Maria Pena, mujer que hoy camina más liviana.
Es el fin de una historia que se ha convertido en memoria…
Sos tozuda y ya rayana en lo infantil por tu inocencia porque vas para la cuarta...... no?
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