lunes, 5 de septiembre de 2011

Alma a dieta

Hace cinco horas, cuarenta y tres minutos, diecisiete segundos que empecé la dieta. Tiempo suficiente para empezar a agonizar. “Veo gente muerta” Ya se han cumplido más de cinco horas de abstinencia calórica que resultaron ser eternas. Una inmortal tortura alimentaria. Un desproporcionado sufrimiento manducatorio. Me invade una terrible congoja gastronómica, una profunda melancolía por los hidratos de carbono que ya no estarán. Estoy desesperada. Mi desconsuelo alimenticio es desgarrador. Padezco angustia oral, lingual y dental; hasta inclusive siento profunda tristeza en la curva del paladar. Mis papilas gustativas lloran su desolación. Mi sistema digestivo ha firmado su certificado de defunción. Lo sabe, está condenado a una muerte segura. Mis intestinos suplican piedad. Entienden que son víctimas inocentes de un flagelo dietario. Tan sólo cinco horas, cincuenta y siete minutos, nueve segundos han pasado y mi cuerpo entero se amotina reclamando JUSTICIA. Tic, tac, tic, tac. Cinco horas, cincuenta y siete minutos, cuarenta y ocho segundos. ¿No me notan más flaca? Tic, tac, tic, tac. Cinco horas, cincuenta y ocho minutos, trece segundos… Necesito subirme a una balanza. Tic, tac, tic, tac. Cinco horas, cincuenta y ocho minutos, cincuenta segundos… Creo que estoy enloqueciendo… Tic. Tac. Tic. Tac…

5 de septiembre de 2011 – Diario de Maria Pena, adelgacé 21 gramos.

ACLARACIÓN: 21 gramos: a comienzos del siglo XX, el Dr. Duncan MacDougall realizó una serie de experimentos para probar la pérdida de peso provocada supuestamente por la partida del alma del cuerpo, al morir. MacDougall pesó pacientes moribundos en un intento por probar que el alma es tangible, material y por ende mensurable. Veintiún gramos es la cifra que se ha convertido en sinónimo de la medida de la masa del alma.

Pasando la situación en limpio, no adelgacé una mierda. Los 21 gramos de menos que tengo, se deben a que soy un ser despiadado que perdió su alma.


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