Mi hermana mayor, que vive en Italia, me llamó hoy por la mañana. Estaba preocupada por mi estado nauseabundo y diarreico. Hablamos más de una hora. En los primeros 30 minutos le describí minuciosamente cómo habían sido estos últimos 10 días de “mierda”, literalmente hablando. Después, comenzamos a charlar de las superficialidades cotidianas e intercambiamos qué era lo que había ocurrido en el transcurso de nuestras mañanas del día de hoy.
Ella me contó que se levantó temprano, junto a su marido. Se dio una ducha y preparó el desayuno para dos. Un riquísimo capuccino italiano, 2 huevos, panceta y pan tostado. Despidió a su esposo con un dulce beso desde la puerta de su casa frente al Lago Di Como. Luego, la visitó su esteticista. Su cónyuge le había regalado un tratamiento con unas cremas nuevas carísimas que la harían ver 5 años menor en poco tiempo. La señora que la ayuda en la casa llegó justo cuando su tratamiento de estética había terminado; entonces, ella pudo dejar a su mucama a cargo de los quehaceres de la casa para irse al gimnasio en su Porsche. De ahí, se fue a tomar clases de arquería con un profesor que vivió en la India que le habían recomendado para bajar su nivel de stress. Al volver a su casa, miró su agenda e hizo varios llamados telefónicos, entre ellos, el de su hermana tercermundista con gastroenterolocolitis aguda.
Yo también le conté mi rutina matutina. Empecé explicándole que no pude levantarme de la cama porque siento que un tanque de guerra hizo marcha atrás varias veces sobre mi cuerpo para asegurarse de no dejar ninguna parte sana. También le dije que hace 3 días que tengo puesto el mismo pijama mugriento y que ni pienso pasar por la ducha porque ya lo siento parte de mi piel. Como no poseo a nadie durmiendo a mi lado, no disfruté de despedidas por la mañana, ni besos, ni caricias. Me conformé mirando durante un largo rato la hermosa vista que tengo desde mi departamento. La pared descascarada del edificio de al lado. Como pude, me preparé un té chino con edulcorante como desayuno. Ni panceta, ni pan tostado y de huevos ¡ni hablar! De haber sido hombre, por lo menos, hubiera tenido el placer de rascármelos un rato. Ni siquiera eso. Más que cremas, sentía la necesidad de colocarme ácido sulfúrico en la cara para pensar en algún tipo de reconstrucción facial directamente. En 10 días envejecí más de 10 años. Le expliqué que mi vida es un completo caos y el desorden de mi casa es infernal. También le expresé que me sentía sola como un hongo y que en toda mañana no había sonado ni una puta vez mi celular, ni siquiera para un mensaje con una promoción de Movistar; sólo sonó cuando me llamó ella. Por último, le resumí mi estado de ánimo diciéndole que las únicas clases que me hubiera gustado tomar esta mañana eran las de cómo volarme los sesos con una flecha de los indios tehuelches.
11 de mayo de 2011 – Diario de Maria Pena “¡La puta, que vale la pena estar vivo!”
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