Mi fin de semana fue de terror. Me encerré en mi departamento para aislarme del mundo. Totalmente incomunicada. Cuarenta y ocho horas de fobia social en estado puro. No quería hablar con nadie ni que nadie me hablara. No quería ver a nadie, ni que nadie me viera. Sólo llorar, ver la tele y comer. Los tres pilares fundamentales de una mujer deprimida. ¡Ah! Y una cosita más. La música. Infaltable. Como para hundirme aun más en esa fosa de dolor, abandono y decepción, me puse a escuchar todas esas putas canciones de amor, perfectas para autoflagelarse el corazón. “Todo me recuerda a ti, tu sombra, sigue aquí, cada paso que doy, cada historia de amor, todo, todo me recuerda a ti”. Sandra Mihanovich y la re puta madre que te parió. ¿Para qué mierda escribiste esa canción? Y vos, Adriana Varela, con tu versión de la canción Con la Frente Marchita de Joaquín Sabina me taladraste el cerebro diciendo “No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”. Andate bien a la concha de tu abuela.
Y bueno, pero la vida continua. Y después de este exabrupto de odio hacia las canciones románticas y sus malparidos intérpretes, sigo con mi historia del día de ayer.
Lunes por la mañana. Día laborable. Me levanté de la cama. Me costó separar las sábanas de mi piel. Había estado tirada por más de 48 hs sobre ellas ingiriendo calorías de forma compulsiva. Escondí mis ojeras detrás de un par de lentes de sol, me hice un rodete en el pelo porque lo tenía ingobernable y salí a la calle. Lentamente, el aire fresco de la mañana me ayudó a despertarme. Creí que lo peor había pasado. Nada me hacía pensar que el apocalipsis estaba por venir.
En la parada del colectivo me encontré con una compañera del secundario que hacía más de 10 años que no veía. No entiendo cómo me reconoció detrás de mis lentes oscuros. Yo parecía una piltrafa humana. Ella estaba espléndida.
Nuestro reencuentro se inició con un fuerte abrazo de felicidad completamente fingido por ambas partes. Disimulando, una y otra, nos íbamos sacando una radiografía, una ecografía y hasta una tomografía computada del paso del tiempo por nuestros cuerpos. Yo parecía un refugiado de posguerra. Ella estaba majestuosa.
- ¡Ay, Maria! ¿Hace cuánto que no nos veíamos? Más de 10 años… ¡Estás igual! – me dijo.
Obviamente, no le creí. Maldita perra mentirosa. ¿Igual a quién estaba yo? ¡Falsa! ¡Hipócrita! ¡Igual a mi abuela estaba!
- ¡Qué alegría verte! Estás igual que en el colegio… - me repitió sádicamente y después agregó la desafortunada frase que desató mi ira – lo único, te noto un poco más gordita, ¿puede ser?
Perversa yegua bienaventurada. Seguro estaba casada, o de novia, vestía un elegantísimo trajecito rojo entallado, pelo planchado, maquillaje resaltando sus ojos almendrados… Siniestra víbora venenosa. Ella sí estaba igual. ¿Qué igual? Estaba mucho mejor que cuando éramos adolescentes. Pero lo peor de todo, lo más humillante, es que seguía siendo FLACA.
Sin importarme nada y completamente desencajada le respondí:
-A vos se te cayó el culo. Las tetas seguro te las hiciste, porque antes eras una tabla. Perdiste las formas y ganaste en obesidad. ¡Uy! Si vas vestida así por la calle, tené cuidado con el toro. No por el rojo de tu vestido, sino por la cara de vaca que tenés… Y te doy un consejo más. No esperes más el bondi en esta parada. El colectivo está fuera de línea, como vos gordaaaaaaaa puta…
24 de mayo de 2011 – Diario de Maria Pena, ex alumna que seguramente no asistirá a la fiesta del reencuentro de los 15 años de egresados.